El rostro de Jesús: reconstruyamos su verdadera apariencia

El rostro de Jesús: reconstruyamos su verdadera apariencia

¿Cuál era el verdadero rostro de Jesús? ¿A qué etnia pertenecía? Una cuestión que ha fascinado y dividido a estudiosos y teólogos durante dos mil años.

Si preguntáramos a un niño qué aspecto tenía Jesús, no tendría la menor duda: Jesús era alto y delgado, de piel clara, rostro sonriente, pelo largo y castaño que le caía por los lados de la cara y ojos azules. Esto, por supuesto, si se lo preguntáramos a un niño europeo. Si hiciéramos la misma pregunta a un niño africano o chino, probablemente acabaríamos con una idea muy diferente del rostro de Jesús, con la piel negra o los ojos almendrados. Esto se debe a que el aspecto físico de Jesús, sus rasgos somáticos, no están documentados por ningún testimonio cierto. Simplemente, ninguno de los evangelistas, hombres que lo conocieron en persona, se molestó en describir qué aspecto tenía. En todo el Nuevo Testamento no hay ninguna descripción del aspecto físico de Jesús, y mucho menos ninguna indicación de Sus orígenes étnicos.

Por este motivo, la iconografía de Cristo ha sufrido innumerables evoluciones a lo largo de los siglos, dictadas en su mayoría por interpretaciones subjetivas, estereotipos culturales y la voluntad de uniformar la apariencia del Hijo de Dios con un ideal estético que reflejara el más apreciado en una determinada época histórica y en una determinada cultura. Al igual que los hipotéticos niños interrogados sobre el rostro de Jesús, para todos nosotros el aspecto de Jesús es el resultado de una imagen mental derivada de la perpetración de sugestiones artísticas, a lo largo de nuestra vida, ilustraciones, estatuas, pinturas, pero también interpretaciones cinematográficas, determinadas por estereotipos que nada tienen que ver con el Jesús histórico.

La iconografía de Jesús

Resulta fascinante estudiar la evolución de la iconografía de Jesús en la historia del arte sacro, no tanto para tratar de investigar sobre el aspecto real del Mesías, sino para comprender cómo el cristianismo creció y se transformó paralelamente a la figura de su inspirador.

En los Evangelios, como hemos dicho, no se menciona el aspecto de Jesús, aunque se tiende a dar por sentado que era judío, al igual que sus discípulos. Y a los judíos se les prohibía representar el rostro de Dios. Los primeros cristianos que sintieron la necesidad de representar a Jesús fueron probablemente los mismos que se vieron obligados a esconderse en las Catacumbas para manifestar su propia fe. Por esta razón, además de la falta de descripciones en las que inspirarse, Cristo era representado por ellos a través de símbolos e imágenes alegóricas, sin ninguna pretensión de similitud.
Sólo cuando el Cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano, la gente empezó a preocuparse por cómo representar a Cristo. Es interesante señalar que, según los Padres de la Iglesia griegos, Jesús tenía que ser feo y su belleza debía ser exclusivamente divina, mientras que, para los latinos, como San Jerónimo y Agustín de Hipona, tenía un aspecto hermoso, que reflejaba su perfección interior y espiritual.

Augustin de Hipona

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Con el paso del tiempo, las descripciones con pretensiones de veracidad comenzaron a aumentar, ya fuera porque estaban inspiradas por visiones en las que Jesús se habría manifestado con una apariencia y no con otra, o corroboradas por el descubrimiento de imágenes no realizadas por mano humana (achiropita), como el Mandylion, o imagen de Edesa, adorado por los cristianos de Oriente, o de reliquias como el velo de la Verónica, sobre el que se decía que había quedado impreso el verdadero rostro de Jesús. De este tipo de testimonios procede la representación de Jesús con barba y pelo largo, ya que hasta el siglo IV d.C. se le solía representar joven e imberbe. Es interesante señalar que, según San Pablo, Jesús no podía llevar el pelo largo, ya que en su época se consideraba indecoroso.

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En la época bizantina, Jesús suele ser representado en gloria y triunfo como Cristo Pantocrátor. También muy extendida, sobre todo en los iconos, es la iconografía de la Transfiguración de Jesús. La furia iconoclasta que condenaba la representación de Cristo llevó a la destrucción de muchas imágenes sagradas en Oriente entre los siglos VIII y IX. En occidente, en cambio, la figura de Jesús no se representa como un gobernante severo y sentencioso, sino, gracias a la influencia de los franciscanos, en Su humanidad y humildad, desde la Natividad hasta la Crucifixión. Los artistas occidentales se proyectan hacia un mayor realismo, con Giotto y, posteriormente, con los grandes maestros del Renacimiento.

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Empezaron a definirse modelos de representación canónica, tanto para el Niño Jesús, en brazos de la Virgen María, como para el Jesús adulto, con el pelo largo suelto, la túnica y el manto, y durante la Pasión, sólo un paño cubriéndole las caderas. Una iconografía que recorre la historia del arte occidental y lo impregna durante siglos.

El verdadero nombre de Jesús

Otro elemento nada obvio, que ha dividido a estudiosos y teólogos a lo largo de los siglos, es el verdadero nombre de Jesús. Esto se debe a que, en las Sagradas Escrituras, además del nombre que todos conocemos, a menudo se hace referencia a Él con títulos y apelativos.

El más utilizado en el Nuevo Testamento y considerado el verdadero nombre de Jesús sigue siendo Ἰησοῦς, que en latín se convierte en Iesus y en español Jesús. Deriva de la transliteración del arameo Yēšūa’, que a su vez deriva del hebreo Yĕhošūa’, que significa «Dios-YAH (es) la salvación».

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El apelativo Cristo (Xριστός, Christòs) aparece también muy a menudo en las Escrituras, como título honorífico de Jesús. Derivado del griego, significa «ungido», y hace referencia a la tradición que quería que los Reyes de Israel fueran consagrados con santos óleos aromáticos. Con este apelativo, Jesús es reconocido como «elegido», «consagrado», el Mesías tan esperado por el pueblo judío.

La definición honorífica de Jesús como Señor también se remonta al Nuevo Testamento: la palabra griega, del arameo «mara», de la que deriva el título completo de «nuestro Señor Jesucristo».

Nazareo y Nazareno indican ambos la proveniencia de Jesús de la ciudad de Nazaret, aunque el primer apelativo quizá se refiera a un voto de consagración que hacían los nazireos, que llevaban el pelo largo. Esto justificaría la iconografía de Jesús siempre retratado con el pelo suelto, cuando en su época se consideraba deshonroso llevarlo así.

Por último, mencionemos, entre los muchos nombres y apelativos de Jesús, Rey de los Judíos, también grabado en el titulus crucis fijado en la cruz por Poncio Pilato. Los Judíos esperaban un Mesías, heredero del trono del Rey David, y los evangelistas Mateo y Lucas relataron una genealogía que pretendía confirmar esta descendencia y reivindicar el derecho real de Jesús.