Santa Mónica: patrona de las madres y ejemplo para las mujeres

Santa Mónica: patrona de las madres y ejemplo para las mujeres

Santa Mónica de Hipona fue una mujer de extraordinaria fortaleza y fe inquebrantable. Averigüemos por qué se ha convertido en un símbolo para todas las madres.


Santa Mónica es la santa patrona de las mujeres casadas, madres y viudas. En una época en la que la mujer estaba siempre y en todo caso relegada a un papel subalterno, obligada a vivir a la sombra de su marido, condenada al olvido, sin consideración por sus verdaderos talentos, sus capacidades, esta mujer excepcional supo sublimar el papel que le ha asignado la historia y la sociedad, convirtiéndose en un punto de referencia y símbolo para las mujeres y madres de todas las épocas.

Imaginemos a un hijo un poco inquieto que, en lugar de pensar en su futuro, encontrar un trabajo serio, cultivar relaciones constructivas con los demás, desperdicia su vida en diversiones inútiles, complaciéndose en el vicio, la corrupción, en compañía de personas equivocadas y deletéreas.
Imaginemos ahora a una madre, una mujer cristiana, que se quedó viuda temprano, con tres hijos que cuidar y todo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros.
Parece una historia como muchas otras, una que podemos escuchar todos los días, o que quizás incluso hemos vivido muy de cerca en nuestra familia.

En este último caso seguramente seremos capaces de darnos cuenta de cuánto coraje, cuánta fuerza necesita una madre para sacrificar su propia vida, para emplear cada momento de su existencia solamente y exclusivamente para el cuidado y el bienestar de un hijo. Y no pensemos sólo en el bienestar del cuerpo, sino también y sobre todo en el del espíritu, del alma, que sobre todo en los más jóvenes está constantemente perturbada por pensamientos y estímulos que no siempre son comprensibles para ellos mismos.

Nos hemos centrado en el pasado en cómo la madre es a menudo el pilar de la familia, su corazón palpitante, la fuente de vida para quienes gravitan a su alrededor. Sin embargo, con demasiada frecuencia lo damos por sentado. En la cultura antigua, en casi todas las sociedades, ser esposa y madre representaba la máxima aspiración y la plena realización de una mujer. Así como en muchos casos era inevitable estar sometida al marido. En realidad, incluso en las Sagradas Escrituras no faltan ejemplos de mujeres y madres que supieron oponerse a sus maridos y a toda la sociedad por el bien de sus hijos. María, madre por excelencia, recoge en sí misma la suma de todas las características que deben caracterizar a una madre: ternura, sacrificio, capacidad de anularse por amor, de soportar todo el dolor con el fin de estar cerca de los niños. Pero, no fue la única.

Santa Mónica era una mujer de etnia bereber, perteneciente a una familia acomodada y devota de la fe cristiana. Después de casarse según los deseos de la familia, tuvo tres hijos, que crecieron en el fervor de su fe. Una fe tan ardiente e inquebrantable que, hasta su marido, un pagano, se contagió, tanto que se convirtió al Cristianismo.

En un artículo anterior hablamos de las diez mujeres cristianas que cambiaron la iglesia y el mundo. Aquí, entre filósofas y pensadoras, místicas y guerreras, también nos gusta incluir a una madre, como Santa Mónica, que supo imprimir toda su vida terrena solamente en el cuidado de sus hijos, y de uno en particular: San Agustín de Hipona.

Mónica madre de San Agustín

Bueno, sí, Santa Mónica no era otra que la madre de San Agustín de Hipona, uno de los más grandes hombres de fe de todos los tiempos. Filósofo y teólogo, obispo y doctor de la Iglesia, San Agustín escribió algunas de las páginas más bellas e intensas de la literatura eclesiástica y más allá. Algunas de esas páginas fueron inspiradas precisamente por su madre, Santa Mónica. ¡Increíble decirlo, es de él de quien estuvimos hablando hace un rato, mencionando a su hijo imprudente y a su madre que trabajó duro para llevarlo por el camino correcto! De hecho, este hombre de Dios excepcional llegó a la Fe después de una larga lucha interior y una juventud dedicada a los excesos, el libertinaje, el vicio, incluso el crimen.

Sin embargo, de sus propias palabras aprendemos cómo: «Desde mi más tierna infancia llevaba dentro de lo más profundo de mi ser, mamado con la leche de mi madre, el nombre de mi Salvador, Vuestro Hijo; lo guardé en lo más recóndito de mi corazón; y aún cuando todo lo que ante mí se presentaba sin ese Divino Nombre, aunque fuese elegante, estuviera bien escrito e incluso repleto de verdades, no fue bastante para arrebatarme de Vos.» (Confesiones, I, IV).

Santa Mónica nunca impidió que su hijo Agustín viviera su propia vida. Aunque estaba en contra de algunas de las decisiones del santo, pudo dejarlo libre para elegir y cometer errores. Después de todo, el mismo Dios quiso beneficiar a su criatura más compleja, el hombre, del libre albedrío, o de la posibilidad de evaluar independientemente sus propias acciones, sin ninguna fuerza externa o entidad superior que sujetara los hilos de su destino. ¿Cómo podría Santa Mónica haber actuado de manera diferente con su hijo mayor?

San Agustín de Hipona

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Un gran hombre, una mente electa que encontró la Fe después de una larga lucha interior.

Pero lo siguió, en sus andanzas por la cuenca mediterránea, sin desanimarse por sus fugas, por sus mentiras. Él hizo todo lo posible por deshacerse de esta presencia amorosa y sabia, llegando a abandonarla en el puerto de Cartago para embarcarse hacia Italia.

Santa Mónica no se decepcionó. Siguió a su hijo rebelde hasta Milán y finalmente, gracias a sus consejos y amor, Agustín se convirtió y recibió la catequesis de San Ambrosio.

Para comprender hasta qué punto San Agustín estaba consciente de la influencia de su madre en esta conversión, sólo tenemos que pensar que después de su conversión, Agustín a menudo la quería a su lado mientras discutía sobre retórica y filosofía con otros sabios. Santa Mónica no sólo participaba en las conversaciones doctas, sino que San Agustín registró en sus escritos muchos de los pensamientos y las palabras de su madre.

Estos diálogos espirituales entre madre e hijo caracterizaron la última parte de la vida de Santa Mónica. De ese período de intenso intercambio espiritual nos quedan las palabras de San Agustín, en el capítulo noveno de las Confesiones: «Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy, aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?».
Palabras proféticas, las de Santa Mónica: mientras se preparaba para embarcar para regresar a África, la mujer contrajo la malaria y murió, el 27 de agosto de 387 d.C., con tan sólo cincuenta y seis años.

Entre las muchas cosas escritas sobre su madre, del cual fue deudor durante toda su vida, San Agustín dijo: «A ella le debo todo lo que soy» (La felicidad, 1,6) y nuevamente, en las Confesiones: «Ella me engendró sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad».

Oración a Santa Mónica

Oración a Santa Mónica

Hay una oración dedicada a Santa Mónica, que puede considerarse la oración de todas las madres que anteponen el bien de sus hijos y viven para ellos.

Señor, que cuidas de cada uno de nosotros
como si fuera el único y de todos como de cada uno,
estoy aquí frente a Ti
con un corazón lleno de temor y esperanza.

Tú que en la eternidad de Tu misericordia
aceptas endeudarte con nosotros
precisamente con la deuda del perdón,
voltea Tu mirada de atención indulgente
hacia mi hijo que lucha
en su camino de Fe.

Un día llevaste a la Fe y a la santidad
un hombre que se había alejado de Ti,
ese hijo de tantas lágrimas que fue Agustín,
conquistado por la oración tenaz y confiada
de su madre Mónica.

Es a ella Señor, a S. Mónica
y a su intercesión,
que ahora te encomiendo mi pena y mi oración,
que sus lágrimas de fe
obtengan también para mi hijo
el regreso a una fe viva y activa,
para que se realice en él ese ideal
de hombre cristiano que con dificultad,
pero con todo el empeño de mi pobre testimonio,
traté de construir
en los años de su educación.